Entre los amigos de mi hijo hay uno especialmente apático, que está a punto de terminar la secundaria básica. Le importan poco los libros y para sus padres ha sido un dolor de cabeza lograr que llegue hasta noveno grado. Hace una semana me enteré que se apuntó para hacer una carrera pedagógica. Pensé que me hablaban de otro muchacho porque, al menos el que conozco bien, carece de toda vocación o aptitud para pararse frente a un aula. Cuando quise conocer sus motivaciones, me aclaró mis dudas al explicarme: “Me voy para el pedagógico porque se estudia en la ciudad y no me quiero becar en el campo”.
Un porcentaje muy elevado de los que seleccionan una especialidad pedagógica -me atrevería a aventurar que casi todos- lo hacen porque no les queda otra opción. Son esos estudiantes que por sus malas calificaciones no pueden aspirar a una especialidad informática o a un pre universitario de ciencias exactas. En menos de tres años de formación, están parados junto a una pizarra con alumnos a los que apenas superan en edad. Sin estos “maestros instantáneos” las aulas se quedarían vacías de profesores, pues los míseros salarios han generado un éxodo hacía sectores mejor remunerados.
Me asusta pensar en los jóvenes que se formarán bajo el marcado desinterés y la poca formación de este muchacho que conozco. Tengo terror de ver llegar a mis nietos diciéndome que “la estrella de la bandera cubana tiene cinco puntas, porque representa a los agentes cubanos presos en cárceles norteamericanas”, o que “Madagascar es una isla en América del Sur”. No exagero, anécdotas como esas tenemos un motón los padres con niños formados por maestros emergentes. Si tan noble profesión sigue siendo ocupada por los que menos se esfuerzan, bien mal será el nivel educativo de las generaciones que vienen. Ya un profesor se lo confesó a mi hijo y a sus colegas, cuando comenzaban el séptimo grado: “Estudien mucho para que no les pase como a mí, que tuve que terminar siendo maestro por mis malas notas”