CARTA A UN JOVEN QUE SE VA
Por. Rafael Hernández. Director de la revista Temas
Especial para La Joven Cuba
Ninguno tenga en poco tu
juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor,
espíritu, fe y pureza… Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina;
persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que
te oyeren.
San Pablo, Epístola 1ª a Timoteo, cap 4, vers. 12, 16.
Seguro no recuerdas la caída del muro de
Berlín, pues quizás naciste en ese mismo año o cuando más terminabas la
primaria. Para ti y tus amigos, la muerte del Che es un acontecimiento
tan remoto como lo era la Revolución rusa para los que nos fuimos a
alfabetizar en 1961. Tan remoto como el siglo pasado. Aunque celebraste
el nacimiento del nuevo milenio, te sientes más del siglo XXI que del
XX. Si alguien te dijera que eres un cubano de transición, lo mirarías
con extrañeza. (Te comento que esa frase despedía cierto resplandor en
los años 60; ahora no tanto). En cambio, si alguien te preguntara si
eres un ciudadano del Periodo especial, quizás te encogerías de hombros o
le harías un comentario mordaz, pero en el fondo estarías más de
acuerdo. La mayor parte de tu infancia y adolescencia han coincidido con
ese Periodo especial, que a diferencia de los viejos, a ti no te ha
tocado vivir como malos tiempos o incluso derrumbe de ilusiones, sino
como único horizonte de vida. En estos 22 años, que vienen siendo como
una generación y media, según los expertos, no has recolectado epopeyas
como Playa Girón o la Crisis de Octubre, ni siquiera la guerra de
Angola. Sientes que la mayor diferencia con los viejos, sin embargo, no
ha sido la falta de aquellas gestas, sino de aquellos sueños. Esa épica
revolucionaria se aleja más de ti mientras más la televisión vacía sus
imágenes repetidas en la pantalla, las has visto tantas veces que no te
dicen nada. Pero no es tanto eso lo que te falta, sino los proyectos que
otros antes de ti pudieron hacerse. Cuando llegaste, todo estaba hecho,
armado, por los que habían demolido lo viejo (lo que para ellos era “el
pasado”), construido y reglamentado el orden nuevo. Tú, que no llegaste
a tiempo para aquellas edificaciones, piensas que aquel país inventado
por otros (para ti, “el pasado”) ya no existe, y solo sobrevive un orden
viejo, más bien irremediable. Lo peor, sin embargo, no es haber nacido
en un orden preestablecido, porque eso le pasa a todo el mundo, sino tus
inciertas posibilidades de cambiarlo. En todo caso, no quieres invertir
tu vida intentándolo, porque no tienes otra que esta; y aspiras a
conseguir un techo propio, un empleo que te guste y te permita lo que
puedas con tu capacidad y esfuerzo, sin penurias de transporte y luz, y
planear para irte de vacaciones a alguna parte una vez al año, aunque
tengas que quitarte de otras cosas. Piensas que la única manera de
asegurarte esa vida es saltar por encima de este horizonte y buscar
otros.
No sé cuándo lo decidiste –y quizás una
parte de ti todavía duda. Puede ser que se te haya ocurrido la primera
vez cuando supiste que un amigo tuyo ya no estaba aquí; cuando, en un
encuentro con viejos compañeros de clase, se pusieron a inventariar al
grupo, y ahí se dieron cuenta de que muchos se habían ido. O porque a tu
pareja se le ha metido en la cabeza y no para de hablar de eso el santo
día. O porque esa misma pareja se ha hecho ciudadana española, y con
ese pasaporte ya pueden irse a vivir a Europa o a cualquier país, hasta
los mismos Estados Unidos. O porque tus parientes en Miami, Madrid o
Toronto pueden darte una mano. O porque simplemente necesitas respirar
otro aire.
Esta carta parte de creer que piensas con
tu propia cabeza. Mi intención no es disuadirte, ni hacerte
advertencias, ni mucho menos endilgarte un discurso patriótico. No
pretendo hablarte como tu padre, consejero o
guía espiritual; ni como mensajero de una fe religiosa, verdad
revelada, voz de la experiencia o autoridad de maestro. Te invito a
pensar entre los dos tus razones, pero sobre todo el contexto y
significado de tu decisión de irte del país. A poner en situación tus
argumentos, para sacar algo en limpio que, tal vez, pueda servirte. No
creas que lo hago solo por ti. Tengo mis propios motivos, porque tu
decisión de partir nos implica a todos, y sobre todo a los que no hemos
pensado nunca en irnos.
Te propongo primero que miremos juntos lo que tenemos alrededor.
Oyes decir que los jóvenes no tienen
valores, reniegan del socialismo, se quieren ir del país y no les
interesa la política. Quizás los que así piensan identifican valores con
sus valores, la política con movilizaciones y discursos, la defensa del
socialismo con determinados mandamientos –entre otros, que este sistema
es solo para los revolucionarios comprometidos, que un ciudadano cubano
solo lo es mientras resida en la tierra donde nació, o que disponer de
otro documento de viaje equivale a ponerse a las órdenes de una potencia
extranjera.
Te advierto que los que así razonan no
son nada más “algunos funcionarios”, sino muchas otras buenas personas,
íntegros ciudadanos, para quienes defender la patria no es una
declaración. De hecho, cuando estos hablan de defender las conquistas
sociales de la Revolución, la mayoría piensa en educación y salud
gratuitas, y –si esa es la medida de la Revolución y el socialismo en el
plano social–, es lógico que muchos digan que tú deberías pagarlas, si
te quieres mudar a otra parte “donde no vas a defenderlas”.
En cambio, tú crees que esos derechos los
conquistó la Revolución para todos, y por eso mismo son tuyos, sin más
condiciones que haber nacido en esta isla. Has escuchado que, según la
Constitución, los derechos básicos de un cubano están más allá de su
manera de pensar; y que la justicia social y la igualdad son
precisamente eso: principios y valores que hay que ejercer de verdad,
sin sujetarlos a clase, raza, género, orientación sexual, religión o
ideología, porque representan la conquista más importante de todas, la
de la dignidad plena de la persona. Bueno, si tú estás de acuerdo con
eso, quizás te sorprenda escuchar que eres una criatura del socialismo.
Si te importan el bienestar de toda la sociedad, la democracia de los
ciudadanos, la libertad (incluida la de todos los que te rodean) y la
independencia nacional, te advierto que eres un ser más polítizado que
muchos habitantes del planeta –incluidos probablemente la mayoría de ese
país para donde vas.
También tú tienes, como esos otros buenos
ciudadanos que acabo de mencionar, tus propias verdades asumidas, que
compartes con tus amigos, y que ustedes tampoco ponen nunca en tela de
juicio. Por ejemplo, piensan que son un cero a la izquierda, y que nada
pasa por ustedes. Sin embargo, te comento que este sistema nuestro te
consulta y te pide que te movilices, porque tu movilización y tus
opiniones le son necesarias para que la mayoría de las políticas
funcionen—aunque ni tú ni muchos burócratas lo entiendan así. En efecto,
aunque ellos sigan pensando que lo decisivo es aceitar la cadena de
mando y cumplir el plan, y tú creas que eres una nulidad en el sistema,
cuando pides la palabra para criticar los Lineamientos, reclamas tus
derechos en cualquier parte, protestas ante desigualdades y privilegios,
aplaudes una crítica dicha sin pelos en la lengua, pides que las
políticas no solo se enuncien sino tengan resultados –e incluso cuando
acudes a la Plaza refunfuñando, para hacer quórum en la misa de Joseph
Ratzinger– estás contribuyendo activamente a la política, y a mantener
vivo un tejido sin el cual este sistema languidecería, y que los
sociólogos llaman consenso.
Por cierto, ese tejido es lo que sostiene
también al capitalismo. La diferencia consiste en que este no requiere
que participes activamente, basta con que no intentes subvertirlo,
tengas la sensación de estar informado y poder decidir quién gobierna,
yendo a votar (o no) cada cierto tiempo. Naturalmente que allá puedes
expresar muchas opiniones y escuchar otras miles, elegir entre varios
candidatos, enterarte de quiénes son y cómo piensan, sus planes y
propuestas para los grandes problemas del país, e ir a votar (si eres
ciudadano) por el que te parezca. Quizás te hayas preguntado a veces por
qué este sistema nuestro, que tiene sus elecciones, no puede darle a la
gente que piensa como tú la posibilidad de expresar sus opiniones
políticas en la televisión, proponer tantos candidatos como quiera (no
solo abajo, sino a todos los niveles), escucharlos, hacerles preguntas y
saber lo que tienen en la cabeza, antes de votar por ellos y sus
propuestas. Siempre has oído que la confrontación política en la
televisión, una lista abierta de candidatos y el debate entre ellos no
es otra cosa que la politiquería del capitalismo. Que si abrimos ese
espacio, los americanos, la mafia de Miami y los disidentes se van a
aprovechar para usar sus dineros y confundir al pueblo. Y al enemigo “no
se le puede dar ni tantico así”. Etc.
También debes haber oído, sin embargo,
que nosotros mismos podemos acabar con esto que tenemos más
probablemente que ese enemigo. Y que este y sus planes no pueden ser la
causa de que dejemos de hablar de nuestros problemas, porque al final,
la verdad se impone. Lo has oído, en la voz de los principales
dirigentes, una y otra vez, pero es como si nada, los argumentos de
siempre siguen ahí. Estás cansado de escuchar anuncios de cambios que no
acaban de llegar, y que no dependen de “factores objetivos”, sino de
una “vieja mentalidad” que sigue sujetando las riendas.
Por cierto, ahorita que mencioné una
frase suya, me pregunto si alguna vez has leído al Che Guevara. Hasta no
hace mucho saludabas todas las mañanas recordando su nombre. Me figuro
que lo admiras como protagonista de mil hazañas de guerra, y sobre todo,
haber sido capaz de morir por sus ideas. Te es familiar el guerrillero
heroico, pero lo que sabes del pensador político del socialismo es
apenas unas frases sacadas de contexto en vallas y muros despintados, y
ciertos lugares comunes, como el tema del “hombre nuevo” y los
“estímulos morales versus materiales”. ¿Por qué será que nunca te
hicieron leer en clase “El socialismo y el hombre en Cuba”? El Che no
creía en la infalibilidad del gobierno o de lo que él llamaba la
vanguardia. “Sin embargo, el Estado se equivoca a veces. Cuando una de
estas equivocaciones se produce, se nota una disminución cuantitativa de
cada uno de los elementos que la forman, y el trabajo se paraliza hasta
quedar reducido a cantidades insignificantes; es el instante de
rectificar”. También advertía que la participación ciudadana era
esencial: “el hombre en el socialismo, a pesar de su aparente
estandarización, es más completo; a pesar de la falta del mecanismo
perfecto para ello, su posibilidad de expresarse y hacerse sentir en el
aparato social es infinitamente mayor. Todavía es preciso acentuar su
participación consciente, individual y colectiva en todos los mecanismos
de dirección y de producción».
Tú también piensas que la participación
no puede ser solo cosa de marchas, actos y reuniones, donde tu presencia
no cambia nada ni incide “en los mecanismos de dirección”, sino por el
contrario, se diluye en “cumplimiento de metas” y otras formalidades.
Sientes que en esa participación falta compromiso, sinceridad,
espontaneidad. Si te piden que pongas un ejemplo de formalismo, tal vez
menciones a las organizaciones juveniles y los medios de comunicación,
cuyo estilo y retórica te hacen “desconectar” a ti y a tus amigos; o los
CDR y la FMC, donde tampoco te sientes participante de nada sustancial.
No sé si sabes que, en un país donde
puedes votar y ser elegido para cargos en el Poder Popular desde los 16
años, la presencia de jóvenes delegados en municipios y provincias ha
ido bajando, desde 22 % (1987) hasta 16 % (2008). En la Asamblea
Nacional, esa presencia promedio cayó al 4% en los años 90; y aunque
creció en las últimas elecciones, sigue siendo inferior a 9% de los
diputados. Como habrás oído, el porciento de viejos en el país ha
aumentado y hoy es el más alto que hayamos tenido nunca (17,73 %);
mientras el de niños y jóvenes ha disminuido. Sin embargo, los de tu
edad, 16-34, son todavía el 31,41 % de toda la población que puede
participar en el sistema político –muy por encima de los mayores de 60,
que son solo el 21,6 % de los que tienen ese derecho. Obviamente, la
presencia de jóvenes en cargos elegidos por voto está muy por debajo de
su peso en la población adulta. Sea cual sea la causa de ese bajísimo
perfil, está claro que mientras más jóvenes como tú salgan del país,
menos será su presencia en cargos políticos; y si resides afuera no vas a
poder votar ni mucho menos ocupar ninguna responsabilidad. Como ves, tu
decisión de irte tiene hondas implicaciones también para los que nos
quedamos.
Esto de irse del país no es nada nuevo,
claro. Desde antes del 59, cada vez más gente se iba, sobre todo al
Norte; de hecho, ya íbamos en camino de alcanzar una cifra como la de
hoy, con más de un millón de nacidos aquí en el exterior. Cientos de
miles, incluida la clase alta y muchos profesionales, se fueron en los
60. Cuando el Mariel (1980) y los balseros (1994), partieron otras
decenas de miles, entre ellos muchos que no trabajaban, administrativos y
obreros. En esas oleadas de los últimos treinta años, no había tantos
jóvenes, profesionales y mujeres como ahora. Algunos te dirán, sin
embargo, que de otros países –México, Centroamérica, el Caribe, para
hablar solo de los vecinos— se va más gente que de esta isla y no pasa
nada. Que hay más dominicanos, jamaicanos y guatemaltecos tratando de
llegar a EEUU o adonde sea, que cubanos. Y que en definitiva, las
remesas de los que se han ido mantienen a flote la economía de sus
parientes y de su país. ¿Por qué tanto trauma con el caso de Cuba, si
eso le pasa a otros muchos? ¿No habría que empezar a pensar que somos
otra isla del Caribe, en vez de asumirnos como los raros y de vivir esta
experiencia tan normal como una tragedia nacional?
Otros consideran, en cambio, que somos un
caso diferente, porque aquí la gente sale por razones políticas, no
económicas. Algunos incluso nos miran como una isla rodeada de caña de
azúcar por todas partes, donde nadie sabe lo que pasa afuera. Pero
seguro tú sí te has enterado de lo que se dice sobre Cuba y los cubanos
en el mundo. Aunque no tienes Internet en tu casa, conseguiste un buzón
de correo electrónico, u oyes la BBC o Radio Caracol o Radio Exterior
de España u otra de las muchas estaciones en español que se cogen desde
cualquier radio. Es probable que hables con alguno de los millones de
turistas que caminan por nuestras calles; que tengas un primo en Hialeah
o Alicante; un amigo que viaja porque es médico, académico, músico o
funcionario. Por alguna de estas vías, o por discursos que escuchas aquí
mismo, habrás notado que se ha puesto de moda hablar del éxodo y de la diáspora
cubanos. ¿Te has fijado que nadie se refiere a los japoneses en Sao
Paulo, los turcos en Alemania o los gallegos en toda América Latina
desde que llegó Colón como un éxodo o una diáspora –y
son muchísimos más que nosotros en cualquier parte? ¿Por qué será? Estas
palabras resonantes vienen de la Biblia, donde se usan para describir
el éxodo desde Egipto a “la tierra prometida” del pueblo de Israel; y su
posterior dispersión por el mundo. ¿Acaso seremos los judíos de estos
tiempos? ¿Otro “pueblo elegido”, que paga la culpa por sus pecados?
¿Debería tocarle entonces a la iglesia, vicaria de Dios y ajena a los
éxodos, la misión de reconciliarnos? Como ves, el lenguaje no es
totalmente inocente. En todo caso, esa afición a creernos excepcionales y
esa marea de palabras no nos ayudan mucho a ganar claridad sobre lo que
somos y nos está pasando realmente.
A fin de cuentas, dentro de poco, tú
también serás “un cubano de la diáspora” –lo que siempre será mejor,
por cierto, que si te llamaran “exiliado”. Cuando llegues allá, verás
con tus propios ojos que algunos se fueron a la diáspora y han terminado
en el exilio. Las causas de esa enemistad radican allá y aquí. En
ciertos países, la industria del anticastrismo, con ramificaciones en
muchos sectores, ha creado un mercado laboral, donde es posible
conseguir un cierto empleo o modo de vida, si uno se radicaliza en
contra. Como podrás comprobar, al revés que aquí, lo políticamente
correcto allá es hablar mal de todo lo que pasa aquí, y esa norma, en
ciertos lugares, puede ser muy estricta, ya lo verás. Otros, en cambio,
se han puesto así porque del lado de acá les han hecho pagar costos
elevados, no solo en dinero. Se han sentido castigados, sujetos de
prohibiciones y separaciones, obligados a pagar una multa personal que
les resulta injusta y onerosa, solo por haber decidido probar fortuna en
otra parte. No importa que se haya reconocido oficialmente el origen
económico y familiar de la emigración, se sigue cultivando
insensiblemente entre muchos de los que parten un encono, cuyo costo
rebasa todas las recaudaciones y contabilidades de corto plazo, porque
deja una huella indeleble en las personas, y por lo mismo, en el cuerpo
real de la nación. El precio de esa enemistad, naturalmente, es
inestimable.
Como ves, aunque tu decisión personal
parece solo eso, tiene un significado social y político mayor. Te
reitero que nada de lo comentado hasta aquí intenta cambiar tus planes.
Estoy seguro de que si te quieres ir, no hay papeleo, ni trabas, ni
condicionamientos familiares, ni tarifas, ni medidas punitivas que te
detengan. Eso lo saben bien aquellos cuyos hijos se han ido, experiencia
que incluye a todos los grupos y jerarquías. Algunos parecen olvidar,
sin embargo, que sobre este tema de la política migratoria ha habido
experiencias provechosas, que deberían tener un efecto demostrativo. Por
ejemplo, en el sector de la cultura. Justamente, si fueras artista o
escritor, no tendrías el dilema de quedarte aquí para siempre o irte
para siempre. Podrías decidir trabajar afuera durante años, y finalmente
regresar a tu lugar, para salir cada vez que quieras –como han hecho
muchos. O seguir allá, mantenerte en contacto y colaborar con proyectos
aquí, retornar una y otra vez –como hacen otros. Lo cierto es que la
mayoría de nuestros artistas y escritores no se ha ido del país de modo
definitivo. Si se tratara solo de términos “estrictamente económicos”,
está claro que, para los intereses del país, su valor como capital
humano es muchas veces superior a las gabelas migratorias. Esa política
alternativa ha dado frutos no solo para ellos, sino para todos nosotros.
No me vuelvas a decir entonces que la
política no te interesa, porque la verdad es que todo esto te importa
mucho –igual que a la mayoría de los jóvenes como tú, que viven afuera,
pendientes de lo que pasa aquí. Si te preguntaran por tus sentimientos
como cubano, quizás digas que estás orgulloso de que seamos así como
somos, de nuestra herencia cultural, tradiciones, luchas por la
independencia, creencias, valores, patriotismo. Ya ves que tu
“apoliticismo” es muy dudoso, digan lo que digan o lo que pienses de ti
mismo. Ahora bien, probablemente sí te va convenir mucho conectarte en
directo con las realidades del mundo, y aprenderlas por ti mismo, cosa
difícilmente alcanzable solo con Internet, la antena o el mp3. Salir de
Cuba, además de probar fortuna, te da el chance de crecer por ese lado.
Nada contribuye más a la educación política que viajar, conocer otras
gentes y culturas, valores y creencias ajenas, palpar directamente y
hasta experimentar los problemas de otros, para darse cuenta de dónde
uno está. Si hubieras tenido la oportunidad de viajar y regresar, una y
otra vez, el contexto en el que tomarías tu decisión ahora sería
diferente.
Quiero terminar esta carta, naturalmente,
con una despedida. No queremos que te vayas. Pero si ya lo decidiste,
ninguna talanquera burocrática te lo impedirá, y lo que más cuenta ahora
es que no te vayas para siempre. Queremos que no partas del todo, y
para asegurarlo, lo primero es poner un calzo para que la puerta siga
abierta. Donde quiera que estés, piénsate uno de nosotros, y que
perteneces aquí, pase lo que pase. No rompas ni nos dés la espalda ni te
dejes provocar por nadie, de allá o de aquí, que pueda convertirte en
un enemigo. Levántate cada día recordando esta nave donde seguimos
remando, que solo se mueve si todos la empujamos. También tú puedes
remar desde allá, para que siga a flote y se encamine a buen puerto. No
dejes que te entre el bicho de la soledad o la nostalgia, que no sirve
para nada; ni te resignes a la idea de que estás lejos; ni dejes de
estar pendiente de todo lo que nos pasa. Nosotros seguimos contando
contigo. Te esperamos siempre, como al que vuelve de un viaje. Lleva con
orgullo que eres un ciudadano de este país, porque la cubanía no es un
documento de viaje, ni la patria un pedazo de tela. Habrá quienes te
digan que somos una isla virtual o imaginada, un territorio diaspórico y
otras metáforas. Tú y nosotros sabemos que Cuba es el espacio real
donde compartimos cosas tangibles como riesgos y resultados, costos y
aspiraciones, entre todos. Así debe ser; y será, si nos lo proponemos
duro. Buena suerte y hasta pronto.
La Habana,31 de mayo de 2012.
Carta de un joven que se ha ido
Publico
a continuación la carta de un joven cubano que decidió irse de la Isla.
La carta hace días que circula por las redes, obteniendo el aplauso de
muchos cubanos. Se trata de una misiva de respuesta a un texto que apareció en el blog oficialista La Joven Cuba (http://lajovencuba.wordpress.com/2012/06/13/carta-a-un-joven-que-se-va/).
Carta de un joven que se ha ido
Estimado Rafael Hernández,
He leído con mucho interés su “Carta a un joven que se va”. Me he sentido aludido, porque hace dos años me marché de Cuba, tengo 28 años y vivo en Pomorie, una ciudad balneario situada en el este de Bulgaria. La razón por la que le escribo es para intentar explicarle mi postura como joven cubano emigrado. Sin solemnidades ni verdades absolutas, porque si algo me ha enseñado dejar mi país, es descubrir que esas verdades no existen.
Puede que algunos de los que nos hemos marchado en los últimos años (somos miles) tengan claro el momento en que decidieron hacerlo. Yo no. Lo mío fue progresivo, casi sin darme cuenta. Empezaría con ese recurso tan cubano que es la queja. Por nimiedades, tal vez. Por lo que no hay, por lo que no llega, por lo que pasa, por lo que no pasa, por no saber. O no poder. La queja no es grave, lo grave es que se cronifique como una enfermedad cuando nada parece resolverse. Y uno puede aceptar que eso es así, y es tu país para lo bueno y para lo malo, o pasar a la siguiente categoría, que es la frustración. O sea, descubrir que la solución a la mayoría de los problemas no está en tus manos. O no te permiten hacerlo. O aún más triste: no parece importar.
Abandonar o permanecer en tu país es una decisión muy personal que nunca debe juzgarse en términos morales. Yo elegí este camino porque quería un futuro diferente al que veía en Cuba, y salí a buscarlo consciente de que podía salir mal, pero quise correr ese riesgo. No voy a mentirle diciendo que fue doloroso. No lloré en el aeropuerto. Todo lo contrario, me alegré. Le digo más, me liberé.
Tiene usted razón cuando dice que mi generación carece de esos lazos emocionales que generan experiencias como Playa Girón, la Crisis de Octubre o la guerra de Angola. Pero no se equivoque, yo también he tenido mis epopeyas. A lo mejor no tan épicas, pero sí igual de demoledoras. En estos veintidós años que menciona, he visto degradarse el país por el tanto lucharon mis padres. He visto marchar a mis maestros de primaria y secundaria. He visto a familias discutir por el derecho a comerse un pan. He visto el malecón lleno de gente nerviosa gritando contra el gobierno, y gente aún más nerviosa gritando a su favor. He visto a jóvenes construyendo balsas para huir quién sabe a dónde, y a una turba lanzando mierda de gato contra la casa de un “traidor”. Incluso, Rafael, he visto a un perro comiéndose a otro perro en la esquina habanera de 27 y F. Y también he visto a mi padre, que sí estuvo en Angola, con el rostro pálido, sin respuestas, el día que un custodio de hotel le dijo que no podía seguir caminando por una playa de Jibacoa (frente al camping internacional) por ser cubano . Yo estaba con él. Yo lo vi. Tenía diez años, y un niño de diez años no olvida cómo la dignidad de su padre se va a la mierda. Aunque haya vuelto de una guerra con tres medallas.
Me habla usted de las conquistas sociales de la Revolución. De la educación y la medicina. Voy a hablarle de mi educación. Tuve buenos maestros, y cuando se marcharon fueron sustituidos por otros menos preparados que, a su vez, fueron reemplazados por trabajadores sociales que escribían experiencia con S y eran incapaces de señalar en un mapa cinco capitales de Latinonamérica (esto no me lo contaron, lo viví) Mis padres tuvieron que contratar maestros privados para que yo aprendiera de verdad. No lo pagaban ellos sino una tía mía radicada en Toronto. De modo que si somos honestos, buena parte de la formación que tengo se la debo a los clientes del restaurante griego donde trabajaba mi tía. Pero hay más. En tiempos de mi hermana mayor era extremadamente raro que un alumno sacara una nota de cien. En mi época el cien se volvió algo común, no porque los alumnos fuésemos más brillantes sino porque los profesores bajaron sus exigencias para maquillar el fracaso escolar. ¿Y sabe una cosa? Yo tuve suerte, porque los que venían detrás de mí en vez de maestros tuvieron un televisor.
De la medicina poco tengo que decirle porque usted vive en Cuba. Y salvo el hecho de mantenerse la gratuidad, cosas que admito sigue siendo meritoria, el estado de los hospitales, la precariedad de unos médicos mal pagados y la creciente corrupción empujan cada vez más al sistema de salud hacia ese tercer mundo del que tanto hizo por alejarse. Y lo cierto es que, hoy en día, un cubano que maneje divisas tiene más posibilidades de recibir un tratamiento mejor (haciendo regalos o incluso pagando) que uno que no lo tenga, aunque sea de forma ilegal. Y aunque la constitución diga otra cosa. Por triste que resulte admitirlo, Rafael, la educación y la medicina de la que disponen los cubanos de hoy es peor que la que disfrutaron mis padres.
Usted dice que el país hace un gran esfuerzo, que existe un embargo. Y yo le respondo que también existe un gobierno que lleva cincuenta años tomando decisiones en nombre de todos los cubanos. Y si estamos en el punto en el que estamos, lo más sano es que admitiera que no ha sabido, o no ha podido, o no ha querido hacer las cosas de otra forma. Por la razones que sea. Porque el fracaso también está cargado de razones. Y en vez de atrincherarse con sus figuras históricas en el Consejo de Estado, debería dar paso a los que vienen detrás. Rafael, es muy frustrante para un joven de mi edad ver que en Cuba llevamos 50 años sin que se produzca un relevo generacional porque el gobierno no lo ha permitido. Y no hablo de que me den el poder a mí, que tengo 28 años. Hablo de los cubanos que tienen 40, 50 o incluso 60 años y no han tenido nunca la posibilidad de decidir. Porque las personas que hoy en día tienen esas edades y ocupan puestos de responsabilidad en Cuba no han sido formados para tomar decisiones, sino para aprobarlas. No son dirigentes, son funcionarios. Y ahí incluyo desde ministros hasta los delegados de la asamblea nacional. Son parte de un sistema vertical que no da margen para que ejerzan la autonomía que les corresponde. Todo se consulta. Y contrario a lo que dice el refrán: en vez de pedir perdón, todos prefieren pedir permiso.
Dice usted que en mi país se puede votar y ser elegido para cargos desde los 16 años. Y que la presencia de jóvenes delegados ha bajado desde los años 80 hasta ahora. Incluso me advierte que si seguimos marchándonos, habrá menos jóvenes votando y por tanto menos elegibles. Y yo le pregunto: ¿De qué sirve mi voto? ¿Qué puedo yo cambiar? ¿Qué han hecho los delegados de la asamblea nacional para que me interese por ellos? Seamos sinceros, Rafael, y creo que usted lo es en su carta, así que yo también quiero serlo en la mía, ambos sabemos que la asamblea nacional, tal y como está concebida, solo sirve para aprobar leyes por unanimidad. Resulta paradójico llamarle asamblea a una institución que se reúne una semana al año. Tres o cuatro días en verano y tres o cuatro días en diciembre. Y en esos días se limita a aprobar los mandatos del Consejo de Estado y de su Presidente, que es quien decide lo que se hace o no se hace en el país. Lamentablemente, yo no puedo votar a ese presidente. Y no sabe cuánto me gustaría hacerlo.
Hace unos días escuché a Ricardo Alarcón confesarle a un periodista español que él no cree en la democracia occidental “porque los ciudadanos solo son libres el día que votan, el resto del tiempo los partidos hacen lo que quieren...” Aunque fuera así, que no lo es (al menos no siempre, y no en todas las democracias), estaría reconociendo que desde que yo nací, en 1984, los electores en Estados Unidos, por ejemplo, ha tenido siete días de libertad (uno cada cuatro años) para cambiar a su presidente. Algunas veces lo han hecho para bien, y otras para mal. Pero esa es otra historia. Un joven de New Jersey que tenga mi edad ya ha tenido dos días de libertad para, por ejemplo, echar a los republicanos de Bush y nombrar a Obama. Los cubanos no hemos podido tomar una decisión así desde 1948 (no incluyo las elecciones de Batista, por supuesto). Y si usted me dice que la capacidad de nombrar a un presidente no es relevante para un país yo le digo que sí lo es. Y más para un joven que necesita sentir que se le toma en cuenta. Aunque solo sea por un día.
Usted probablemente piensa que los que nos marchamos elegimos el camino más fácil, que lo duro es quedarse a resolver los problemas. Pero le tengo que decir que mis abuelos y mis padres se quedaron en Cuba para pelearse con esos problemas. Renunciaron a muchas cosas por la Revolución y hasta se jugaron la vida por ella. Para darme un país avanzado, equitativo, progresista. Y el que me han dado es uno en el que la gente celebra poder comprar un carro y vender su casa como si fuera una conquista. Pero eso no es una conquista, es recuperar un derecho que ya teníamos antes de la Revolución. ¿A eso hemos llegado? ¿A celebrar como un éxito algo tan básico? ¿Cuántas otras cosas básicas habremos perdido en estos años? Para mis padres es doloroso asumir ese fracaso, y no lo quieren para mí. No quieren que con 55 años tenga un sueldo que no me alcance para vivir, ni el sueldo ni la libreta. Porque no alcanza. Y no quieren que para sobrevivir acuda al mercado negro, a la corrupción, a la doble moral, a fingir. Prefieren que esté lejos. A los 28 años yo me he convertido en la seguridad social de mis padres, ¿O cómo cree que sobreviven dos personas con 650 pesos? Sí, Rafael, hemos tenido que irnos cientos de miles de cubanos para que nuestro país no quiebre. Lo que Cuba ingresa de nuestras remesas es superior, en valor neto, a casi todas sus exportaciones. Eso sí, el país ha perdido juventud y talento, y en vez de abrir un debate realista sobre cómo parar esa sangría, sigue anclado a un inmovilismo ideológico que no es otra cosa que miedo al futuro. ¿Y qué hago yo en un país cuyos gobernantes le tienen miedo al futuro...? ¿Esperar a que se mueran...? ¿Esperar a que cambien las leyes por generosidad y no por convicción? ¿Qué hago yo en un país que sigue premiando la incondicionalidad política por encima del talento? ¿A qué puedo aspirar si no basta con lo que soy y lo que hago...? ¿A convertirme un cínico? ¿O me anima usted a que dé la cara y diga lo que pienso? Algunos jóvenes de mi generación ya lo han hecho, ¿Y dónde están? Recordemos a Eliécer Ávila, un estudiante de la Universidad de Oriente que tuvo la valentía de preguntarle a Ricardo Alarcón por qué los jóvenes cubanos no podíamos viajar como cualquier otro, y fue represaliado por el sistema. Él no tuvo la culpa de que allí hubiera un cámara de la BBC, ni de la respuesta ridícula que dio Alarcón (aquella barbaridad de que el cielo se llenaría de aviones que chocarían entre ellos) Hoy Eliécer vive marginado por razones políticas. Y no es un terrorista ni un mercenario ni un apátrida, es un joven humilde, mulato, universitario, que cometió el error de ser honesto. Que triste hacer una revolución para terminar condenando a alguien por ser honesto. ¿Para eso quiere usted que me quede, Rafael?
Dejar tu país y tu familia no es un camino fácil. Ni la solución a nada, solo es un principio. Te vas a otra cultura, tienes que aprender otro idioma, pasas momentos muy malos. Te sientes solo. Pero al menos tienes el alivio de saber que con esfuerzo puedes conseguir cosas. Mi primer invierno en Bulgaria fue muy duro, conseguí trabajo como transportista y pasé cuatro meses subiendo y bajando lavadoras para ahorrar dinero y poder viajar a Turquía. Una ilusión que tenía desde niño. Y viajé. No tuve que pedir un permiso de salida ni mi avión chocó con ninguno. Pude cumplir el sueño de Eliécer. Y me alegro de haberlo hecho. He conocido otras realidades, he podido comparar. He descubierto que el mundo es infinitamente imperfecto, y que los cubanos no somos el centro de nada. Se nos admira por algunas cosas igual que se nos aborrece por otras. También he descubierto que irme no ha cambiado mis convicciones de izquierda. Porque lo de Cuba no es izquierda, Rafael. Póngale usted el nombre que quiera, pero no es izquierda. Yo estoy de parte de aquellos que buscan el progreso social con igualdad de oportunidades y sin exclusiones. Pienses como pienses. Sin sectarismo ni trincheras. Porque eso solo sirve para enfrentar a la sociedad y sustituir verdades por dogmas.
Por último, Rafael, la casualidad quiso que terminara en un país que también estuvo gobernado por un partido y una ideología única. Aquí no hubo revolución de terciopelo como en Checoslovaquia, ni derribaron un muro como en Berlín ni fusilaron un presidente como en Rumania. Aquí, como en Cuba, la gente no conocía a sus disidentes. Aquí no había fisuras, y sin embargo, en una semana pasaron de ser un estado socialista a una república parlamentaria. Y nadie protestó. Nadie se quejó. No puedo evitar preguntarme, ¿Acaso pasaron 40 años fingiendo? Desde entonces no han tenido un camino de rosas, han enfrentado varias crisis, incluso la población ha llegado a vivir con peor calidad de la que tenía en los años 80, pero curiosamente, la inmensa mayoría de búlgaros no quiere volver atrás. Y eso que el socialismo que dejaron ellos era bastante más próspero que el que hoy tenemos los cubanos. Pero en este país no piensan en el pasado, piensan en el presente. En mejorar la economía, en resolver las desigualdades (que las hay, como en Cuba), en combatir la doble moral, los personalismos y la corrupción que generó el estado durante décadas.
El día que ese presente importe en Cuba, no tenga duda, nos veremos en La Habana.
Ivan López Monreal
Pomorie, Bulgaria.