Generación Y es un Blog inspirado en gente como yo, con
nombres que comienzan o contienen una "i griega". Nacidos en la Cuba de
los años 70s y los 80s, marcados por las escuelas al campo, los
muñequitos rusos, las salidas ilegales y la frustración. Así que invito
especialmente a Yanisleidi, Yoandri, Yusimí, Yuniesky y otros que
arrastran sus "i griegas" a que me lean y me escriban.
Mi sucio pedazo de mar
En 1994 pasaba muchas horas sentada en el muro del Malecón. Prefería
una zona entre las calles Gervasio y Escobar a la que llamaba “mi sucio
pedazo de mar”. Aquella era una frontera entre el abismo y el abismo. A
un lado estaban el diente de perro y las olas, al otro una secuencia de
casas derruidas y de figuras famélicas que se asomaban a sus balcones.
Aún así, aquel lugar me permitía escapar de la asfixiante cotidianidad
del Período Especial. Si el estómago me ardía de tan vacío, quedaba la
esperanza de encontrar allí a alguien pregonando -en voz baja- pizzas o
cucuruchos de maní. Cuando los cortes eléctricos hacían imposible estar
en mi calurosa habitación, iba también en busca de la brisa marina.
Sobre aquel concreto amé, lloré, miré al horizonte con ganas de fugarme y
pasé incluso algunas madrugadas.
Pero en la mañana del 5 de agosto de aquel año, el Malecón se
convirtió en campo de batalla. Alrededor del muelle hacia el poblado de
Regla se fueron aglomerando las personas, estimuladas por el secuestro
de varias de embarcaciones a lo largo de ese verano. Una extendida
sensación de final, de caos, de “hora cero”, se palpaba en el ambiente.
Quienes aguardaban por tomar “el próximo barco hacia La Florida” eran
los más pobres, los que menos tenían que perder, los dispuestos a todo.
La decepción fue grande cuando comprobaron que no habría posibilidades
de subirse a ninguna de esas lanchas. Sin dudas, esa fue la chispa de la
revuelta popular que se desencadenó inmediatamente después; pero el
combustible de la protesta estaba formado por el hambre, las carencias y
la desesperación.
Un contingente de trabajadores de la construcción, disfrazado de
“pueblo enardecido”, la emprendió con palos y cabillas contra la
desarmada muchedumbre. La orden del alto mando quedaba clara: aplastar
la rebelión, pero no dejar imágenes de los antimotines reprimiendo al
pueblo. Como “lumpes, sabandijas, delincuentes y contrarrevolucionarios”
fueron calificados los indignados de aquella jornada. La mayoría de
ellos emigraría en las semanas posteriores, en balsas manufacturadas o
en simples cámaras de camión infladas. Otros, purgaron prisión por
enfrentarse a las tropas de choque. Fidel Castro se apareció en el lugar
–sólo cuando la situación estuvo controlada- y los medios oficiales
mostraron su presencia allí como la confirmación de una gran victoria.
Pero lo cierto es que pocas semanas después el gobierno tuvo que
permitir el mercado libre campesino para aliviar las penurias. Sin la
presión ejercida aquel 5 de agosto, hubiéramos terminado como una
“Kampuchea democrática” en medio del Caribe, como el experimento de un
testarudo Pol Pot tropical.
Ya no me gusta sentarme frente a mi sucio pedazo de mar. Algo del
horror de aquel 5 de agosto se quedó allí, metido entre las grietas del
muro.