Rumpelstiltskin
El
sudor de aquellas tres mujeres que me metieron en un auto policial aún
lo tengo pegado en la piel y bien adentro en las fosas nasales. Grandes,
corpulentas, implacables, me llevaron hacia aquel cuarto donde no había
ventanas y el deshecho ventilador sólo echaba fresco hacia ellas. Una
me miraba con especial sorna. A lo mejor mi rostro le recordaba a
alguien en el pasado: una adversaria en la escuela, una madre despótica,
una amante perdida. No sé. Lo que sí recuerdo es que, en la tarde del 5
de octubre, su mirada quería destruirme. Fue ella la que hurgó bajo mi
saya con mayor deleite, mientras otras dos uniformadas me agarraban para
hacerme la “requisa”. Más que buscar algún objeto escondido, esa
revisión perseguía el objetivo de dejarme con una sensación de
violación, de indefensión, de estupro.
Cada seis horas
cambiaban a mis guardianas. En el turno de la medianoche se notaban
menos estrictas, pero yo me encerré en mi mutismo y nunca respondí a sus
preguntas. Me evadí en mí misma. Opté por decirme: “me han quitado
todo, hasta la hebilla para sujetarme la melena, pero –ridículos
requisadores- no han podido arrebatarme mi mundo interior”. Así que
decidí refugiarme, durante las largas horas de un encierro ilegal, en lo
único que tenía: mis recuerdos. La habitación quería parecer ordenada y
limpia, pero cada cosa llevaba su dosis de suciedad o rotura. El piso
de losas de granito claro venía cubierto de una buena dosis de mugre
acumulada. Me quedé mirando las figuras que conformaban las pequeñas
piedrecitas fundidas en cada baldosa y los pegotes de suciedad. Después
de un rato, de aquella constelación saltaban los rostros. Los personajes
afloraban en el suelo tosco de mi calabozo del Departamento de
Instrucción de Bayamo.
Allá brotaba el
larguirucho semblante del Quijote, mientras en esta esquina alcancé a
ver el sencillo perfil del Bobo de Abela. Unos ojos oblicuos, formados
con la argamasa y la gravilla, se parecían increíblemente a los de la
protagonista del filme Avatar. Yo me reía y mis perennes vigilantes
empezaban a creer que mi negativa a probar alimentos o agua me estaba
friendo literalmente el cerebro. Atisbé en el irregular granito al
Jorobado de Notre Dame y a la esbelta figura de Gandalf, con báculo y
todo. Pero por sobre todas aquellas formas que brotaban de tan tosco
pavimento había una –más intensa- que parecía brincar y reírse frente a
mis ojos. Quizás era el efecto de la sed o el hambre, la verdad es que
no sé. Un enano de barba larga y mirada cínica se burlaba pícaramente.
Era Rumpelstiltskin,
el protagonista de un cuento infantil donde la reina está obligada a
adivinar su complicado nombre o de lo contrario deberá entregar al
despótico enano su posesión más preciada: su propio hijo. ¿Qué hacía
aquel personaje en medio de mi encierro temporal? ¿Por qué lo veía a él
por encima de otras tantas referencias visuales que he acumulado en mi
vida? La respuesta la intuí inmediatamente. “Eres Rumpelstiltskin”, le
dije en voz alta y mis cancerberas me miraron preocupadas. “Eres
Rumpelstiltskin –repetí- y sé cómo te llamas”. “Eres como las
dictaduras, que una vez que uno empieza a llamarlas por su nombre, es
como si comenzara a destruirlas”.