Delincuentes comunes
A la memoria de Wilman Villar Mendoza
Hace un par de años, mi amigo Eugenio Leal
decidió sacar un reporte de sus antecedentes penales, trámite
indispensable para solicitar ciertos empleos. Confiado, fue a buscar la
hoja donde diría que no había sido juzgado por delito alguno, pero en su
lugar se encontró una desagradable sorpresa: aparecía como perpetrador
de un “robo con fuerza” en el poblado donde había nacido, aunque jamás
se había llevado ni la luz roja de un semáforo. Eugenio protestó, porque
sabía que aquello no era un error burocrático ni una simple casualidad.
Su accionar disidente ya lo había hecho víctima de mítines de repudio,
arrestos, amenazas y ahora le traía además una mancha en el historial
penal. Había pasado a ser un opositor con un pasado de “delincuente
común”, lo cual le resulta muy útil a la policía política para
desacreditar.
Si nos dejamos guiar por la propaganda
gubernamental, en esta Isla no hay una sola persona decente, preocupada
por el destino nacional y sin crímenes cometidos que además se oponga al
sistema. Todo aquel que emite una crítica es inmediatamente tachado
como terrorista o vendepatria, malhechor o amoral. Acusaciones difíciles
de “desmentir” en un país donde cada día la mayoría de los ciudadanos
tiene que cometer varias ilegalidades para sobrevivir. Somos 11 millones
de delincuentes comunes, cuyas tropelías van desde comprar leche en el
mercado negro hasta tener una antena parabólica. Prófugos de un código
penal que nos asfixia, fugitivos del “todo está prohibido”, evadidos de
una prisión que comienza con la propia Constitución de la República.
Somos una población cuasi penitenciaria a la espera de que la lupa del
poder se pose sobre nosotros, hurgue en nuestras vidas y descubra la
última infracción cometida.
Ahora, con la muerte de Wilman Villar
Mendoza vuelve a repetirse el viejo esquema del insulto estatal. Una
nota en el periódico Granma lo ha descrito como un vulgar malhechor y
quizás pronto en la TV un programa -de corte estalinista- presentará a
las presuntas víctimas de sus abusos. El objetivo es restarle impacto
político a la muerte de este ciudadano de 31 años condenado en noviembre
por desacato, atentado y resistencia. La propaganda oficial intentará
restarle importancia a su huelga de hambre y hará caer sobre su nombre
todo tipo de adjetivos despectivos. Veremos también el testimonio
-violando el juramento hipocrático- de los médicos que lo atendieron y
probablemente hasta declarará la propia madre en contra del hijo
difunto. Todo eso porque el gobierno cubano no puede permitirse que
quede un resquicio de duda en la mente de los adocenados televidentes.
Sería muy peligroso que la gente empiece a creer que un opositor puede
sacrificar su vida por una causa, ser un buen patriota y hasta un hombre
decente.